miércoles, 30 de abril de 2014

Historias de Algerion

Dentro de uno de los bosques más densos de Europa, la Selva Negra, muy adentro, existe otro bosque dentro de otro más. Su nombre es Algerion. Ningún humano ha conseguido encontrarlo, después de siglos de búsqueda. El motivo es que todo Algerion está incrustado en una piedra de diminutas dimensiones, dentro de un pedregal cubierto de musgo, a orillas del riachuelo más discreto del bosque.
Es decir, por tratar de ser más preciso, que Algerion es ultra-microscópico aunque en su interior haya también muchas especies en común con las terrestres (insectos, frutas...)

La vida en el microbosque es tranquila, feliz y muy rica en todos los aspectos.  Sus habitantes principales, los más comparables a los seres humanos, son los algerioritas. De prominentes narices, muy peludos y manos fuertes, son de carácter afable y están muy orgullosos de no hacer la guerra, que es algo de lo que han oído hablar alguna vez a algún sabio anciano y que no saben muy bien de qué se trata exactamente. Por eso, y por sonar a tostón, no dedican mucho tiempo a pensar en ello…

El objetivo de un algeriorita medio que se precie es casarse, tener entre tres y diez hijos y dedicarse todo el día a la comida como si de una religión se tratase. En pensamiento y obra. ¿Qué podía ser mejor que comerse un “mega pudding” de queso de libélula bien esponjoso al caer una tarde de verano, con los pies dentro del agua fresca del río, viendo a los más pequeños jugar o comer y chuparse los dedos, con la legendaria glotonería de los algerioritas?

El musgalino era uno de los productos básicos en la dieta de los duendes algerioritas: como golosina, como alimento muy nutritivo y como néctar festivo. El agua de musgo, una vez destilada convenientemente y aromatizada con el jugo de ciertos tallos dulces, era la bebida más apreciada para ellos. Se subía un poco a la cabeza, pero nunca hasta el punto de perder la alegría ni las buenas maneras. Era, además de un excelente licor para todas las edades, un sanísimo alimento que no dañaba la salud, sino todo lo contrario.

Con aquellas narices, el oler la comida justo antes de comerla era el mejor reconstituyente para el espíritu.
El Día del Supremo Algeriorita, con las familias compartiendo en la mesa el tradicional asado de mariposas azules, bien regado por grandes cantidades de musgalino, era algo digno de vivirse.

La política en Algerion era mínima. Alguien siempre de fiar (y qué algeriorita no lo era, ya que la falta de honestidad  no era algo conocido en el país) esperaba que surgiese un problema (cosa rara) para solucionarlo. Y nada más: sin jerarquías y por turnos, año tras año.

Para los habitantes de Algerión, el lema fundamental era: "el algeriorita que opte por vivir mal (haciendo cosas malas para él mismo o para los demás) es un perfecto imbécil”. Y ser imbécil era lo peor que podía ser un hijo de Algerión.

Pocos casos se recuerdan (dado lo ridículo que resulta ser imbécil). Uno que trajo mucha cola y se suele poner como ejemplo es el Galandriel y la biofruta robada.

A nadie le faltaba un buen ejemplar de árbol de esos en el jardín, para disfrutar de sus múltiples cualidades: médicas, gastronómicas y mágicas.

Pues sólo al bobo de Galandriel, solamente por un absurdo impulso travieso, se le ocurrió invadir el jardín de su vecino Zoltar para coger una biofruta, amparado en la oscuridad, rasgándose los pantalones en la torpe huida.

Por supuesto, el árbol, que servía bien a su dueño, se lo dijo a Zoltar pero éste no le acusó en público. Ya tenía bastante con aparecer como un imbécil ante un algeriorita.

¿Para qué robar si todos tenían lo mismo para vivir sin codiciar otras cosas o bastaba con pedirlo por favor? Bobadas como la de Galandriel era perder, además de las buenas maneras, un tiempo que podía servir para cosas más interesantes, como por ejemplo cortejar a tu algeriorita favorita con un deslumbrante paseo aéreo a lomos de tu libélula último modelo sobre el Gran Lago de las Aguas Doradas.

Esta anécdota es muy descriptiva acerca de cómo vivían y sentían los habitantes de Algerión, de su marcado sentido de la ética y de su constante empeño en vivir en paz, sin problemas.

Lo verdaderamente complicado era mantenerse así y no caer en errores que podrían poner en peligro el delicado equilibrio de Algerión. De su sociedad y de ellos mismos. Confiaban tanto en pasar desapercibidos por su tamaño que nunca pensaban en ser atacados… o destruidos.

De hecho, por no tener, no tenían ni ejército. Y las armas que podían encontrarse en su comunidad tenían una utilidad puramente culinaria. Jamás un algeriorita pincharía a otro con un cuchillo destinado a trinchar un buen asado. Dejar todo lo bueno que ofrecía un buena comilona, sobre todo para hacer daño, era una idea horripilante. Una locura absoluta. O sea, que entre matar, morir o comer, la elección estaba fuera de toda duda. Era una simple cuestión de lógica.



Y hasta aquí nuestra primera incursión en el secreto mundo de Algerión.

En otras ocasiones, querido lector, os contaré cómo la maldad puede instalarse dentro de una sociedad para intentar corromperla desde su interior. Desgraciadamente, es algo que puede suceder también en mundos que parecen perfectos.

Hablaremos pues de héroes y villanos.

La historia de Algerión, desde que se fundó hace ya 825 años, no ha sido todo lo bucólica que podría uno imaginar o deducir de su estilo de vida, descrito muy someramente en el capítulo anterior.

Ese envidiable pulso vital como pueblo solo se alteró una vez, en 795. Fue por un ataque incontrolable de curiosidad sufrido por la princesa Ópalo, la menor de las tres hijas del buen monarca Tristán I, quizá el rey más querido en toda la historia.

Sucedió lo siguiente:

Normalmente, los algerioritas nunca son feos. Si su belleza no es tan evidente, queda compensada por una cualidad algo más destacada y el algeriorita en cuestión quedaba satisfecho.

Por ejemplo, la princesa Ópalo tenía una hermosa nariz, realmente hermosa, en verdad. sólo que a juicio de su dueña debería sobresalir un centímetro menos de su rostro angelical.

Pero ese terminar en punta, no sólo no le robaba atractivo a su rostro sino que le aportaba un toque majestuoso a la vez que dulce.

Todo Algerión consideraba a Ópalo, seguramente en gran medida por esa peculiaridad, como a la más bella de la casa real (y eso que las otras dos princesas eran también deslumbrantes).

Sin embargo, no había nada que la convenciese de que era real.

Tanto fue así que dejó el calor y la seguridad de palacio para visitar a la misteriosa Lady Black para pedirle consejo. La bruja odiaba a su hermano el rey y, engañando a la ingenua Ópalo, le hizo tomar un brebaje que le disminuyó de tamaño hasta volverse invisible.

Y así desapareció la más brillante de todas las criaturas de Algerión.

A partir de entonces, todos los habitantes del país aprendieron a ver la belleza de una persona, fuese más o menos evidente.

Perder la alegría por creerse más o menos feos físicamente era una solemne estupidez.

A partir de la desaparición de Ópalo, se convirtió en ley: “No hay nadie feo en Algerión ni lo habrá jamás. Y sólo un habitante de Algerión puede declarar el nivel de belleza de otro algeriorita. Por lo tanto, tema zanjado: TODOS GUAPOS".

La felicidad volvió al país. El rey Tristán lloró un tiempo por las esquinas del palacio pero, poco a poco, su pueblo y su familia le hicieron recuperar la risa de marfil de siempre.

Así se perdió a una princesa y se recuperó a un rey, aunque este no se rindió en la búsqueda de la preciosa Ópalo.

Pero eso será otra historia surgida de la minúscula grandeza de ese reino llamado Algerión…





KIKE 
13-05-2014


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